viernes, 18 de julio de 2008

Peluches en la playa


Segunda entrega de mi columna interdiaria en El País. El tema son los furries, una comunidad de gente que alucina con los personajes antropomórficos. Es una buena salida para los que profesan un amor inconfesable por los animales. Estos tíos se disfrazan de osos o perros y se juntan para hablar, follar, etc. Ahora que está tan de moda Kung Fu panda, vale la pena echar una mirada a este mundo. Estoy francamente obsesionada con sus viñetas pornográficas. Creo que mis favoritos son los lobos gays.

Peluches en la playa
Gabriela Wiener
18/07/2008
Algunas parafilias son más difíciles de comprender en verano. Los furries son una de las subculturas más extrañas entre los fandom que pululan en Internet. Estas personas amantes del antropomorfismo que se disfrazan de animales tiernos como conejos, osos panda o perros de peluche, suelen crearse avatares con su fursona, la representación humanoide de su yo más profundo, su animal interior: un insecto gótico, un lobezno gay, una tigresa hiphopera, y participar en foros en los que compiten por ser el animalito más dócil o el más salvaje. Los furries asisten a convenciones, participan en juegos de roles y dibujan obras de arte tales como el momento en que dos lobos en vaqueros hacen el sesentaynueve. Hay arte furry, literatura furry y filosofía furry y, desde luego, sexo peludo. La modalidad recibe el nombre de Yiffy. El yiffy lover, retratado (parodiado, a decir de los furries) en un célebre capítulo de CSI, no sólo practica el cibersexo, también tiene sexo real con otras peludas, plumíferas o escamosas criaturas.

La furrymanía llegó a mí, tras de la heroica jornada intensiva de ayer, mientras tomaba el sol en una playa urbana. La repentina aparición de un peluche humano, un furrie involuntario vestido de Winni de Pooh y muy bien caracterizado con la camiseta roja por encima del ombligo y el hocico embarrado de miel, me sacó del marasmo del exhibicionismo playero. El osito y su acompañante invitaban a los bañistas -sobre todo a las familias con niños- a hacerse una foto instantánea con Pooh por diez euros. De pronto, uno de los tíos de una pandilla vecina a mi toalla abrazó al oso animado por detrás y comenzó a embestirlo con movimientos pélvicos. Pooh logró zafarse y, al querer atrapar a su agresor, ambos cayeron sobre la arena, donde estuvieron revolcándose durante un buen rato en una lucha que tanto parecía un combate cuerpo a cuerpo como un apareamiento híbrido. El sujeto vestido de mullido oso daba de manotazos bajo el sol abrasador. Algunos curiosos ya estaban contemplando hechizados la escena cuando el oso pasó al rol activo y montó al chaval en la pose de la amazona. Los intentos por separarlos dieron sus frutos. Me quedé desolada.

Quién no ha fantaseado en la infancia con algún perrito de peluche sublime al tacto o a quién no le sonó a vendetta histórica la orgía antropomórfica de los ex-empleados de Eurodisney, filmados en pleno cachondeo insinuantemente sexual -disfrazados de Mickey, Goofy, Minnie y hasta de las ardillas Chip y Chop-. Lo que para muchos es tan sólo ciego instinto (chaval de la playa) para otros es una forma de vida. Pero, ¿qué hacen los furries en verano además de vender fotos instantáneas? ¿A dónde van con tanto pelaje? Si alguien dudaba de la impractibilidad de esta mal llamada perversión a altas temperaturas, hay que decir que los disfraces incluyen, además de orificios en lugares muy oportunos, un sistema a pilas de refrigeración por ventiladores. No hay excusa para no probar el bestialismo de cartoon en plena ola de calor.


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