Ayer estuve chateando con uno de mis ex novios y me preguntó si él salía en el libro. Le contesté que no, que sobre él hablo en mi siguiente libro, en el que cuento cómo perdí la virginidad en una escalera y cuando tuve mi primer aborto. Me recordó que en esa época yo solía salir a la calle sin calzón, con unos trajes muy cortos, mientras llevábamos a orinar a su tigrillo. Yo tenía un simple perro. También me recordó que me penetraba ahí, de pie, en los jardines de la Residencial San Felipe, a plena luz del día. Casualmente, ayer Ana me dejó la novela (casi gráfica) "Diario de una adolescente" de Phoebe Gloeckner, para usarlo en un artículo que estoy preparando sobre algo así como "escrituras íntimas". En lo que llevo de leído, la protagonista, una chica de quince años, se folla a su padrastro entre borrachera y borrachera y está a punto de hacerlo con su mejor amiga. Qué comunes son las vidas de los adolescentes. Una pasa años creyendo tener una existencia excepcional y resulta que es una pervertida del montón. Una "ruca", esa palabra que en Lima de finales de los ochenta servía para estigmatizar a las chicas a las que les gustaba muucho el sexo pero fingían, o creían, que estaban buscando el amor. Mi ex de la adolescencia, a quien amé locamente, me preguntó esta vez si él quedaba como el malo de la historia. Le preocupaba porque es un hombre público, dijo. Después de superar su adicción a la cocaína, se ha vuelto peluquero y creo que peina famosos. Le dije que al contrario, que él quedaba como el bueno, que el malo es otro. Porque es la verdad, él es el bueno. De regalo, me envió una foto reciente en la que sólo se ve su pene erecto y un cigarro encendido, como si el pene fumara. Me sentí como mi hermanita de quince años que no hace otra cosa que chatear. Antes al menos los penes no eran virtuales, para bien o para mal.
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